El Regalo del Lino


Hubo una vez, hace mucho tiempo, un pobre campesino que durante el día dejaba a su esposa e hijos para apacentar sus ovejas en las montañas. Mientras observaba a su ganado, a menudo utilizaba su arco para cazar algún venado, cuya carne les serviría para comer durante muchos días. En una ocasión en que perseguía a uno de estos animales, lo vio saltar detrás de un peñasco. Al seguirlo, se sorprendió de encontrar una puerta en el costado de un glaciar. En la excitación de la caza, había escalado más y más alto en la montaña, hasta alcanzar las nieves eternas. 

El pastor valientemente abrió la puerta y se encontró dentro de una fabulosa cueva repleta de joyas; en el centro de ella, una bellísima mujer, vestida de plateadas túnicas, era atendida por hermosas doncellas coronadas con rosas alpinas. En su asombro, el pastor cayó de rodillas y, como si estuviera en un sueño, la reina de aquel lugar le invitó a que escogiera cualquier cosa en la cueva para llevársela con él. A pesar de estar fascinado por el brillo de las joyas a su alrededor, el pastor, humildemente, escogió un ramillete de flores azules que la dama sostenía en su mano. Sonriendo, la diosa Holda, quien era aquella mujer, le dijo que había escogido sabiamente y se lo entregó diciéndole que él viviría mientras las flores se mantuvieran frescas. Luego, entregándole un saco de semillas, le despidió.

Cuando el campesino volvió a casa y le contó lo sucedido a su mujer, ésta le reprochó amargamente por no haber elegido cualquiera de las suntuosas joyas que adornaban la caverna, en lugar de un ramillete de flores y un saco de semillas. Sin embargo, el hombre aró la tierra y para su sorpresa las semillas alcanzaron para sembrar varios acres enteros. Pronto, pequeñas plantitas empezaron a crecer y una noche de luna, mientras el campesino observabas sus sembradíos, como era su costumbre, una figura nebulosa se apareció flotando sobre ellos, con las manos extendidas, como bendiciéndolos. Los campos florecieron e innumerables florecillas azules abrieron sus pétalos. 

Cuando las flores se marchitaron y la semilla estuvo lista, Holda visitó al campesino y a su mujer y les enseñó como cosechar el lino, pues esa era aquella planta, y como hilarlo, tejerlo y blanquearlo. Como la gente de todos los poblados vecinos compraron el lino, el campesino y su mujer se volvieron inmensamente ricos. Mientras él araba, sembraba y cosechaba, ella hilaba, tejía y blanqueaba el lino. El hombre vivió hasta una edad muy avanzada. Vio crecer a todos sus hijos, sus nietos y sus bisnietos. Todo ese tiempo, él había atesorado con cuidado el ramillete de flores azules, que permanecieron tan frescas como el primer día. Pero un día, el hombre vio que durante la noche las flores habían empezado a marchitarse y caer. Sabiendo lo que esto significaba, subió al glaciar donde encontró nuevamente la entrada a la cueva de Holda, a pesar de que muchas veces antes lo había intentado infructuosamente. Cruzó el helado portal y nunca más se volvió a saber de él. Según cuenta la leyenda, aun vive allí con Holda, quien lo tomó bajo su cuidado y le pidió que se quedara con ella.




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